El Evangelio de hoy (Lc 24, 35-48) nos muestra a Jesús resucitado presentándose en medio de sus discípulos sin que ellos lo esperasen. Esto nos da pie para reflexionar sobre esa presencia de Dios que lo llena todo y como Él está en medio de los suyos, en medio de su Iglesia, en medio de los que sufren, en medio incluso de aquellos que lo rechazan…
Y esa presencia divina acompaña al ser humano desde que nace hasta que muere. Al venir a este mundo, la Santísima Trinidad fija su morada en nuestra alma por medio del bautismo. Nos alimenta a lo largo de nuestra vida por medio de su Eucaristía. Nos fortalece con su Espíritu por la Confirmación. Nos perdona los pecados por medio de la Penitencia. Nos consuela y fortalece en el último combate por la unción de enfermos y, finalmente nos despide de este mundo cuando fallecemos para, si hemos muerto en su gracia, recibirnos en su compañía y amistad por toda la eternidad.
La Paz sea con vosotros
Es por eso que el saludo pascual del Señor es: “la paz sea con vosotros”. En efecto, como dice San Pablo: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”. ¿Puede haber acontecimiento, por doloroso que sea, que no podamos sobrellevar siendo conscientes de esa presencia divina que continuamente nos acompaña, nos ampara, nos protege, nos guía, nos ama?
Podríamos preguntarnos si, la causa de que muchas veces nos dejemos llevar del desaliento y la desesperación, no será en el fondo falta de fe. De una fe verdadera que crea sin dudar en ese amor personal de Dios por mí. Porque el alma que llega al convencimiento pleno de esa maravillosa realidad, es capaz de cualquier cosa. Ese convencimiento fue el que transformó a Saulo de Tarso en San Pablo, a Pedro el pescador, en San Pedro, y a tantos hombres y mujeres como nosotros en grandes santos.
Jesús quiere hoy que nos penetremos de esa verdad que cambiará nuestras vidas. Para ello nos demuestra que todo lo que Él nos ha dicho es verdad y prueba de ello lo tenemos en la Escritura. Con su resurrección Jesús demuestra que las promesas de Dios son verdaderas y tienen el poder y la eficacia de realizarse plenamente.
Madre de la Fe
Por eso la vida del auténtico cristiano es una vida de fe. Una fe que debe muchas veces probarse en el crisol de la prueba y la dificultad para aquilatarse y purificarse.
‘Pretender crecer en santidad sin crecer en fe es un absurdo. Porque para acercarnos a Dios debemos aprender a fiarnos de Él sin condiciones.
Esta prueba de la fe Dios no se la ahorró ni siquiera a la Virgen Santísima, sino más bien nos dio en Ella el modelo por excelencia del que cree más a la palabra de Dios que a la misma evidencia.
Así, después de la muerte de Cristo, la única criatura que mantuvo la conexión entre el cielo y la tierra fue María.
Ella fue la única que creyó, contra toda evidencia y esperó, contra toda esperanza, que lo que su Hijo había dicho se cumpliría plenamente.