La llamada a la conversión que la Iglesia nos ha dirigido en el primer domingo, se precisa más hoy con el pasaje de la Transfiguración. La conversión sólo es posible mirando a Cristo, dejándonos cautivar por su infinito atractivo: «Señor, ¡qué hermoso es estar aquí!».
Contemplando a Cristo también nosotros vamos siendo transfigurados, transformados en una imagen cada vez más perfecta del Señor. Por eso en esta Cuaresma debemos trabajar intensamente para que la gracia de Dios triunfe en nosotros hasta hacernos dignos de participar de la gloriosa transfiguración de Cristo.
La verdadera conversión
La gloria que los apóstoles contemplaron en el rostro del Señor es fruto de la gracia. Un fenómeno semejante sucede también en nosotros: la gracia nos transforma, nos transfigura. Pero así como la gracia transfigura con su luz divina, el pecado desfigura con su oscuridad a los que yacen en él. Por eso hemos de luchar denodadamente por apartar de nosotros el pecado y todo lo que mancha nuestra alma.
La verdadera conversión no consiste en poner remiendos a los defectos que tenemos. Cristo quiere hacernos santos, y la conversión está en función de esta vida santa a la que nos llama. La conversión es continua, significa salir de nosotros mismos, abandonar el hombre viejo que llevamos dentro, romper con nuestras instalaciones, seguridades, comodidades, egoísmos, malas inclinaciones y hábitos desordenados.
Pero esto no se realiza sin dolor. Por eso el Evangelio de hoy destaca la relación íntima que existe entre la Transfiguración y la Pasión de Jesús. Moisés y Elías, que aparecieron en el Tabor al lado del Salvador, hablaban con Él precisamente, de su próxima Pasión.
El camino de la Cruz
Con esto el Maestro divino quiere decir a sus discípulos que ni Él ni ellos podrán llegar a la gloria de la Transfiguración sin pasar por el dolor. Es lo mismo que más tarde diría a los dos de Emaús: «¿No era preciso que el Mesías padeciese esto y entrase en su gloria?» (Lc. 24, 26). Lo que el pecado desfiguró no puede volver a su primitiva belleza sobrenatural, sino a través de la cruz que purifica.
Esa cruz que supone el negarnos a nosotros mismos, el contrariar muchas veces nuestros caprichos, gustos o pasiones contrarios a la ley de Dios, que nos llevan a faltar a la caridad contra nuestros hermanos dejándonos llevar de la ira, la envidia, la murmuración, los celos, etc.
Esa cruz que supone resistir a las tentaciones del demonio, el mundo y la carne. Esa cruz que supone ser fiel al Maestro aunque sea en contra de lo que piensa o dice la mayoría. Esa cruz que supone ser coherente con nuestra fe a costa de humillaciones y desprecios.
Imagen de Cristo
María comprendió esta lección y la vivió plenamente. En Ella se refleja de la manera más perfecta esa “imagen” de Cristo, precisamente por su completa separación de todo pecado, no sólo por haber sido concebida Inmaculada, sino porque durante toda su vida nunca desfiguró en Ella esa imagen de Dios por la más leve mota de imperfección.
Pero para eso tuvo también Ella que pasar por un doloroso calvario que la llevó a morir en su corazón junto con su Hijo Divino. Ahora, en el cielo, Ella ha recibido el premio prometido a su fidelidad y goza con Cristo de la gloria imperecedera.
Pidamos hoy a María que Ella misma forme a su Divino Hijo en nuestra alma y nos conceda la gracia de nunca desfigurar su imagen con el pecado.