11 de junio de 1908 / ✝︎4 de abril de 1919
La Hermana Lucía Dos Santos nos habla de su primo Francisco Marto:
Francisco era un poco diferente a Jacinta: siempre sonriendo, amable y condescendiente, jugaba con todos los niños indistintamente. No regañaba a nadie. Sólo alguna vez se retiraba cuando veía que una cosa no estaba bien. Si se le preguntaba por qué se había ido, respondía:
—Porque vosotros no sois buenos. O:
—Porque no quiero jugar más.
Durante su enfermedad, los niños entraban y salían en su cuarto con la mayor libertad, le hablaban desde la ventana de su habitación, le preguntaban si estaba mejor, etc. Si se le preguntaba si quería que algunos niños se quedasen con él para hacerle compañía, decía que no; que prefería estar solo.
—Sólo me gusta, decía a veces, que estés aquí tú, y además Jacinta.
Ante personas mayores que le visitaban, se mantenía en silencio y respondía al que le preguntaba en pocas palabras. Las personas que le visitaban tanto del pueblo como de fuera se sentaban junto a su cama, a veces por largo rato y decían:
—No sé qué tiene Francisco, se siente uno a gusto aquí. Algunas vecinas comentaban un día con mi tía y con mi madre, después de haber estado un buen rato con Francisco en su habitación:
—Es un misterio que no se explica. Son niños como los otros, no nos dicen nada, y junto a ellos se siente un no sé qué diferente de los demás.
—Parece que se siente al entrar en el cuarto de Francisco, lo que sentimos al entrar en la iglesia, decía una mujer vecina de mi tía, que se llamaba Romana, y que manifestaba no creer en los hechos.
En ese grupo aún había tres más: una era la mujer de Manuel Faustino; otra, la de José Marto; y otra, la de José Silva.
No es de admirar que las personas experimentasen estos sentimientos, acostumbrados a encontrar en todos solamente la materialidad de la vida caduca y perecedera. Ahora, la sola vista de estos niños les eleva el pensamiento: a la Madre del Cielo, con la que se dice tienen relaciones; hacia la eternidad a donde les ven tan dispuestos a partir, tan alegres y felices; hacia Dios al cual dicen que aman más que a los propios padres, y también hacia el infierno a donde ellos les dicen que irán si continúan pecando. Físicamente, son niños como los otros. Pero si esa buena gente, tan acostumbrada sólo a lo material de la vida, supiese elevar un poco el espíritu, vería sin dificultad que en ellos había algo que los distinguía bastante.
Me viene ahora a la memoria otro hecho que tuvo relación con Francisco, y voy a contarlo.
Entró, un día en el cuarto de Francisco, una mujer de Casa Velha, llamada Mariana, que afligida porque su marido había echado a un hijo de casa, pedía la gracia de la reconciliación del hijo con el padre. Francisco le respondió:
—Quédese tranquila. Dentro de poco voy al Cielo, y en cuanto llegue pido esa gracia a Nuestra Señora.
No recuerdo bien los días que tardó aún en irse al Cielo; pero lo que recuerdo es que, en la tarde del día en que Francisco murió, el hijo pidió por segunda vez perdón al padre, ya que se lo había negado una vez, por no querer atenerse a las condiciones impuestas. Se sometió a todo lo que el padre le impuso y se restableció la paz en aquella casa.
Visión del demonio
Bastante diferente es el hecho que ahora se me viene a mi memoria. Estuvimos cierto día en un lugar llamado la Pedreira, y mientras que las ovejas pastaban, nosotros saltábamos de roca en roca, haciendo eco con la voz en el fondo de esos grandes barrancos.
Francisco, como era su costumbre, se retiró a la cavidad de una roca. Cuando pasó un buen rato, le oímos gritar llamándo- nos a nosotras y a Nuestra Señora. Asustados por lo que pudiera haberle pasado, nosotras comenzamos a buscarlo llamándole.
—¿Dónde estás? ¡Aquí, aquí!
Pero todavía tardamos mucho tiempo en encontrarle, por fin dimos con él temblando de miedo; aún estaba de rodillas, conmocionado de tal forma que no había sido capaz de ponerse de pie.
—¿Qué tienes? ¿qué fue?
Con la voz medio sofocada por el susto, dijo:
—Era uno de aquellos bichos grandes que estaban en el infierno, que esta aquí arrojando fuego.
No vi nada, ni Jacinta; y por eso me sonreí y le dije:
—Tú no quieres pensar nunca sobre el infierno, para no pasar miedo, y ahora eres el primero entenerlo.
Él, cuando Jacinta se mostraba muy impresionada con el recuerdo del infierno, acostumbraba a decirle:
—No piensen tanto en el infierno. Piensa en Nuestro Señor y en Nuestra Señora. Yo no pienso en el infierno para así no pasar miedo.
Y manifestaba no ser nada miedoso. Iba de noche solo a cualquier lugar oscuro, sin dificultad; jugaba con los lagartos; las culebras que se encontraba las hacía enrollarse alrededor de un palo. Echaba en las piedras de las cuevas leche de oveja para que la bebiesen. Se metía en dichas guaridas en busca de la cría de las raposas, de conejos, de ginetas, etc.
Consolar a Dios
Las palabras del Ángel en su tercera aparición: «Consolad a vuestro Dios», hicieron profunda impresión en el alma del pequeño pastorcito. Él trataba solamente de pensar en consolar a Nuestro Señor y a la Virgen, que «le habían parecido estar tan tristes».
Dominado por el sentimiento de la presencia de Dios, recibido en la luz que María comunicó a los videntes en las apariciones, discurría:
«Estábamos ardiendo en aquella luz que es Dios y no nos quemábamos. ¿Cómo es Dios? Esto no lo podemos decir. Pero qué pena que Él esté tan triste; ¡si yo pudiera consolarle!»
En la enfermedad confío a su prima:
«¿Nuestro Señor aún estará triste?» Tengo tanta pena de que Él esté así. Le ofrezco cuantos sacrificios puedo.»
La víspera de morir se confesó y comulgó con los más santos sentimientos. Después de cinco meses de casi continuo sufrimiento, el 4 de abril de 1919, primer viernes, a las diez de la mañana, murió santamente el consolador de Jesús. Su fiesta se celebra el 20 de febrero, junto con la de su hermanita Jacinta.