El Evangelio de la Transfiguración del Señor (Mt 17, 1-9) pone delante de nuestros ojos la gloria de Cristo, que anticipa la resurrección y que anuncia la divinización del hombre. Sin embargo, aún siendo un hecho glorioso, está saturado del pensamiento de la pasión.
En este pasaje comprobamos que Jesús nos comunica una noticia fundamental: la táctica de su Padre es llevar a la vida a través de la muerte. No obstante, el Señor, en un acto de delicadeza y previendo la tristeza y el desánimo que embargaría el corazón de sus amigos por su Pasión y muerte, les hizo ver un adelanto de su triunfo. La transfiguración es el acto de compasión, de estar Jesús en sus discípulos en lo que pudiesen sufrir.
Nuestra vida es un camino hacia el Cielo. Pero es una vía que pasa a través de la Cruz y del sacrificio. Hasta el último momento tendremos que luchar contra corriente, y es posible que también llegue a nosotros la tentación de querer hacer compatible la entrega que nos pide el Señor con una vida fácil, como la de tantos que viven con el pensamiento puesto exclusivamente en las cosas materiales…
“¡Pero no es así! El cristianismo no puede dispensarse de la cruz: la vida cristiana no es posible sin el peso fuerte y grande del deber… si tratásemos de quitarle esto a nuestra vida, nos crearíamos ilusiones y debilitaríamos el cristianismo; lo habríamos transformado en una interpretación muelle y cómoda de la vida” (San Pablo VI, Alocución 8-IV-1966). No es esa la senda que indicó el Señor.
Garantía de una promesa
Al mismo tiempo la transfiguración es garantía de una promesa: “El que vive y cree en Mí aunque muera vivirá”. Yo tengo poder sobre la muerte y sobre la vida, nos ha dicho Jesús.
La transfiguración es la esperanza cierta de que lo que se da se recupera, de que el que pierde gana. Es preciso que todos los que deseemos contemplar a Dios abandonemos los bajos placeres de la tierra y levantemos el corazón a lo alto, empujados por el amor de las cosas celestiales.
También a nosotros quiere el Señor confortarnos con la esperanza del Cielo que nos aguarda. Si alguna vez el camino se hace costoso y asoma el desaliento, pensar en lo que Dios nos tiene prometido nos ayudará a ser fuertes y a perseverar. No dejemos de traer a nuestra memoria el lugar que nuestro Padre Dios nos tiene preparado y al que nos encaminamos. Cada día que pasa nos acerca un poco más. El paso del tiempo para el cristiano no es una tragedia; acorta, por el contrario, el camino que hemos de recorrer para el abrazo definitivo con Dios: el encuentro tanto tiempo esperado.
No debemos olvidar que en este peregrinar terreno, María nos acompaña como Madre solícita y providente.
Esta consoladora verdad, que el amor y la fe de la Iglesia nos ofrecen de forma cada vez más clara y profunda, ha sostenido y sostiene la vida espiritual de todos nosotros y nos impulsa, incluso en los momentos de sufrimiento, a la confianza y a la esperanza.