En el Evangelio de hoy se nos narra la aparición de Jesús a los apóstoles reunidos en el Cenáculo y se destacan varios datos importantes. En primer lugar Jesús se presenta ante sus apóstoles y les dice: «Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados y a quienes se los retengáis les quedan retenidos».
No se trata del don del Espíritu Santo en forma visible y pública, como sucederá el día de Pentecostés; sin embargo es muy significativo que el día mismo de la Resurrección Jesús haya derramado sobre los Apóstoles su Espíritu. De esta manera el Espíritu Santo aparece como el primer don de Cristo resucitado a su Iglesia en el momento en que la constituye y la envía a prolongar su misión en el mundo. Y con la efusión del Espíritu el Señor instituye el sacramento de la Penitencia que, junto con el Bautismo y la Eucaristía es un sacramento típicamente pascual, signo eficaz de la remisión de los pecados y de la reconciliación de los hombres con Dios efectuados por el sacrificio de Cristo.
¡Señor mío y Dios mío!
Esa tarde Tomás, uno de los doce, no estaba con ellos. Al regresar, los apóstoles le cuentan con entusiasmo la aparición del Señor, pero él rehúsa darles crédito y se cierra en su incredulidad. Había quedado tan afectado por la muerte del Maestro que la tristeza y desesperanza le impedían ver. Por eso pide una evidencia palpable: «Si no veo en sus manos la señal de sus clavos y meto mi dedo en el lugar de los clavos y mi mano en su costado, no creeré». No sólo ver, sino hasta meter la mano en la hendidura de las heridas.
Pasados ocho días Jesús se presenta de nuevo y les saluda como la primera vez: “La paz sea con vosotros”. El Señor quiere consolar a sus amigos. Sabe que han pasado por un momento de mucha tristeza y angustia y quiere enseñarles que, quien está con Él debe conservar siempre la paz y no han de permitir que nada ni nadie les robe ese precioso don, que es fruto del Espíritu Santo.
Luego, con gran condescendencia se dirige a Tomás y le dice: «Alarga acá tu dedo y mira mis manos y tiende tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel». El Señor tiene compasión de la obstinada incredulidad del apóstol y le ofrece con infinita bondad las pruebas exigidas por él con tanta arrogancia. Tomás se da por vencido y su incredulidad se disuelve en un gran acto de fe: «¡Señor mío y Dios mío!».
Dichosos los que sin ver creyeron
A propósito de la incredulidad de Tomás comenta San Gregorio Magno: «Todo esto no sucedió porque sí, sino por disposición divina. La bondad de Dios actuó en este caso de un modo admirable, ya que aquel discípulo que había dudado, al palpar las heridas del cuerpo de su Maestro, curó las heridas de nuestra incredulidad. Más provechosa fue para nuestra fe la incredulidad de Tomás que la fe de los otros discípulos, ya que, al ser él inducido a creer por el hecho de haber palpado, nuestra mente, libre de toda duda, es confirmada en la fe».
Luego el Señor le dice: «Porque me has visto has creído; dichosos los que sin ver creyeron» (Jn 20, 29). Jesús alaba así la fe de todos aquellos que habrían de creer en Él sin el apoyo de experiencias sensibles. Por eso es preciso que nuestra fe en Jesucristo vaya creciendo de día en día, que aprendamos a mirar los acontecimientos y las personas con los ojos de Dios y que nuestro actuar en el mundo esté dirigido por la doctrina de Cristo.
Feliz tú por haber creído
Y esta alabanza el Señor la hace, sin duda, pensando primeramente en su Madre.
María esperó hasta el tercer día. María, mantuvo el hilo de la Fe en la Iglesia naciente porque, en medio de las densas tinieblas de Viernes Santo y de la soledad del Sábado, jamás dejó de creer y de esperar en la Resurrección de Jesús. Lo que los discípulos habían olvidado, María lo conservaba en el corazón: la profecía de la resurrección al tercer día. Por eso, desde la Anunciación hasta la Resurrección, María merece la alabanza que una vez le hizo su prima santa Isabel y que confirma Nuestro Señor en la escena del Cenáculo: «Feliz tú por haber creído».