En nuestro camino cuaresmal la palabra de Dios nos hace entender hoy que ese ciego del Evangelio somos cada uno de nosotros. Ciegos de nacimiento e incapaces de curar nuestra propia ceguera espiritual. Y hemos entrado en la Cuaresma para ser iluminados por Cristo, para que Él sane nuestra ceguera. Sólo Él la conoce y sólo Él tiene el poder de curarnos.
¡Qué poquito conocemos a Dios! ¡Qué poco entendemos sus planes! De Dios es más lo que no sabemos que lo que sabemos. Somos incapaces de reconocer a Cristo, que se acerca a nosotros bajo tantos disfraces. Nuestra fe es demasiado corta. Pero Cristo quiere iluminarnos.
Ver con los ojos de Dios
Por eso, el mejor fruto de Cuaresma es que salgamos de ella con una fe acrecentada, más lúcida, más potente, más en sintonía con el misterio de Dios y con sus planes, más capaz de discernir la voluntad de Dios. Una fe que nos permita ver con los ojos de Dios. Porque el que pretenda seguir viendo con sus propios ojos, seguirá ciego.
En este domingo la Iglesia nos invita a reconocer con sinceridad que somos ciegos y que tenemos necesidad de ser guiados, conducidos, instruidos por el Espíritu Santo y de esta manera dejar entrar plenamente en nuestra vida a Cristo, que es «la luz del mundo».
El ciego del Evangelio reconoce su ceguera y además de la vista física recibe la fe. Los fariseos, en cambio, se creen lúcidos, por eso dicen: «nosotros sabemos» y rechazan a Jesús, se cierran a la luz de la fe y quedan ciegos. La soberbia es el mayor obstáculo para acoger a Cristo y ser iluminados. Por eso insiste la Escritura: «Hijo mío, no te fíes de tu propia inteligencia… no te tengas por sabio» (Prov 3, 5-7).
Esta sanación es un testimonio potente del paso de Cristo por la vida de este ciego. Él no sabe dar explicaciones de quién es Jesús cuando le preguntan los fariseos. Simplemente confiesa: «solo sé que era ciego y ahora veo». Pero con ello está proclamando que Cristo es la luz del mundo y de su propia vida. No se trata de ideas, sino de un acontecimiento: estaba muerto y he vuelto a la vida, era esclavo del pecado y he sido liberado. Esto ha de ser nuestra Cuaresma y nuestra Pascua: el acontecimiento de Cristo que pasa por nuestra vida sanando, iluminando, resucitando, comunicando vida nueva.
La Mujer de la iluminación
Y para alcanzar ese fruto pascual de la fe en el Señor, ningún medio más eficaz que acudir a María, la mujer de fe, para que Ella nos enseñe a dejarnos guiar, iluminar, conducir, sanar.
María es la Mujer de la iluminación. Su oficio es iluminar este mundo oscuro con la luz de Dios.
En la escuela de María aprendemos a ver todos los acontecimientos de nuestra vida bajo la óptica sobrenatural, aprendemos a conocer el obrar de Dios, a descubrir su amor por cada uno de nosotros, incluso cuando ese amor nos resulte doloroso e incomprensible.
La vida de María estuvo toda ella iluminada por la luz de Cristo porque Ella se dejó guiar sin oponer resistencia a los planes de Dios. Que también nosotros, como Ella podamos decir ante cualquier voluntad divina: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.