En el Evangelio de hoy Jesús vuelve a predecir ante sus apóstoles su futura muerte y resurrección, pero éstos no entendían ese lenguaje, que resultaba demasiado duro para sus oídos. De nuevo resalta aquí la imperfección de aquellos que el Señor había elegido como compañeros y testigos suyos, pero resalta también la paciencia infinita del Divino Maestro, que no se escandaliza de los que ha elegido, ni se cansa de instruirlos en la verdadera Sabiduría.
El episodio de hoy da pie al Señor para dejar a sus seguidores una lección fundamental para la vida espiritual. Ellos se fatigaban en una querella de ambición, de rivalidad y de preeminencia, cuando se vislumbraba ya levantada en alto la cruz del Salvador.
Lección de humildad
Los apóstoles estaban preocupados sobre quién sería el primero y el mayor. Y el Señor les da una lección de humildad. Cuando Jesús los sorprende en tan mezquinos ideales les dice: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos» . Y para que mejor la entendiesen, acompañó su lección de un lindísimo símbolo. Llamando a un niño que por allí pasaba, lo tomó de la mano y lo colocó cerca de sí, en el sitio de honor. Se sentó luego y, abrazando a aquel niño privilegiado, les dijo: «En verdad os digo que si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.»
Los apóstoles ambicionaban el primer lugar en el reino de Cristo, y he aquí que se les amenaza con ser excluidos de él si no vuelven a mejores sentimientos. Según el principio enunciado por Jesús, la verdadera grandeza no consiste ni en los honores ni en la gloria, sino en la humildad propia de los niños, que como por instinto conocen su pequeñez.
Sus discípulos quedaron aún más confundidos después de oído este lenguaje, que condenaba su ambición de un modo tan imprevisto. Entendieron, sin duda, que su Maestro no hablaba sólo de los niños propiamente dichos, sino también de todas las almas humildes y sencillas que se les asemejan.
Necesidad de abajarse
La conversión comienza cuando me decido a hacerme como un niño: pequeño, confiado, sencillo, sin doblez, sin seguridad propia, dócil, abandonado totalmente en las manos de mi Padre Dios. A eso se contrapone la actitud de los apóstoles que confían más en sus valía personal, que ambicionan grandeza y honores.
De nuevo asistimos a una inversión de valores. Lo que ante los ojos de Dios cuenta es lo que para los hombres es despreciado. En la medida en que soy menor para mí y para los demás, en esa medida comienzo a ser mayor para Dios. A mayor confianza y seguridad en Dios, menor confianza y seguridad en mí. En esa medida puedo llamar a Dios Padre.
Esta es, pues, la nueva vida. Aprender a llamar a Dios Padre como lo hace un niño, que toda su confianza y seguridad coloca en su padre; porque se sabe amado por Él sin límite.
Pidámosle a la Virgen, que supo hacerse pequeña, esclava, nada ante Dios y por eso fue ensalzada por encima de todas las criaturas, que nos enseñe a ser niños y confiados siempre en la bondad de nuestro Padre Dios.