Este tercer domingo de adviento se nos presenta al Bautista como testigo de la luz, que es Cristo. Para acoger a Cristo en nuestras vidas hace falta mucha humildad, porque su luz va a hacernos descubrir que en nuestras vidas hay aún muchas tinieblas. El Señor tiene el poder de expulsarlas e iluminarnos con su gracia.
Si nos sentimos indigentes, Cristo nos sana. Pero si creemos que ya somos bastante buenos, cerramos la puerta a la gracia de Dios. Por eso Él dice: «Para un juicio he venido a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven se vuelvan ciegos» (Jn 9,39).
Testimonio para los demás
Juan Bautista es testigo de la luz. Y ser testigo de la luz y de la verdad le costó la cabeza. Cada cristiano está llamado a ser también testigo de la luz y a iluminar él mismo a su alrededor. Pero debemos ser conscientes de que eso requiere de nosotros la disposición arriesgada y valiente de jugarnos todo por Cristo.
Siempre, pero más que nunca en nuestros tiempos, vivir el evangelio auténtico levanta mucha polvareda. San Pablo exhortaba a Timoteo: “Predica la palabra, insta a tiempo y a destiempo, convence, exhorta, reprocha, censura con la mayor comprensión y competencia” (2Tim.4,2).
Es decir, el seguidor de Cristo debe predicar el evangelio y vivirlo fuera del momento conveniente, del tiempo oportuno, de la ocasión favorable; en circunstancias extremas, en situaciones graves, críticas, peligrosas, conflictivas, yendo contra corriente, oponiéndose muchas veces a la mayoría, corriendo el riesgo de ser impopulares, señalados, acusados, marginados, censurados. En fin, dispuestos a dejarse cortar la cabeza por mantener la verdad como lo hizo Juan.
Pero Juan pudo hablar como habló porque vivía lo que predicaba. Su vida era tan intachable y alumbraba de tal manera, que los judíos lo confundieron con el Mesías. Podríamos cada uno de nosotros preguntarnos si nuestra vida es también un testimonio para los demás, si somos tan imagen de Dios que nuestra presencia lleva las almas a Él.
Con María
Cada adviento que el Señor nos permite vivir es una oportunidad, no sólo de preparación, sino de cambio, de transformación, de dejar que el Espíritu Santo forme la imagen de Cristo en mí, para que yo sea también, no sólo testigo sino reflejo de esa misma luz divina.
Y como siempre, nuestro modelo es María Santísima. Su Corazón es un reflejo perfecto de la pureza divina. Ella vivía meditando siempre, constantemente, la vida de su Hijo, sus palabras, sus hechos, hasta asimilarlos y hacerlos propios.
En estos días de espera gozosa y serena, dediquemos más tiempo a la oración, a ese trato personal con Dios para que sea Él el que vaya formando en nuestras almas la imagen de su Hijo y seamos también nosotros luz en este mundo de tinieblas.