En el Evangelio de este domingo (Lc 12,32-48) el Señor nos da diversas enseñanzas en orden a la vigilancia que debemos tener para estar preparados cuando llegue el momento de nuestra muerte y para que acumulemos tesoros para el cielo, porque “donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón”.
Toda palabra de la Escritura es una expresión del amor de Dios por cada uno de nosotros. Hoy la invitación de Jesús es muy clara: «Vended vuestros bienes, y dad limosna».
Y ese imperativo no va contra nosotros, sino a nuestro favor: nos invita a hacernos «talegas que no se echen a perder», a depositar nuestros bienes allí «donde no se acercan los ladrones ni roe la polilla». En otras palabras: nos invita a realizar la mejor inversión posible haciendo que nuestros bienes se transformen en «un tesoro inagotable en el cielo».
Esfuerzos vanos
Cuánto tiempo y esfuerzo se invierte a veces en acumular riquezas perecederas que causan pesares, preocupaciones, disensiones en la familia, problemas y que, a fin de cuentas no llenan nuestro corazón ni nos ayudan a ganar la vida eterna.
El hombre se afana cada vez más en buscar un paraíso terreno, un bienestar en este mundo y se olvida que, tarde o temprano tendrá que dar cuenta ante Dios. Y ahí no nos valdrán las riquezas que hemos acumulado aquí abajo, sino lo que hemos hecho por el bien de nuestra alma.
Permanecer vigilantes
Por eso Jesús nos invita a vivir siempre preparados. La parábola de los hombres que esperan a que su amo regrese de la boda nos recuerda una verdad esencial: que Él va a volver y hay que permanecer vigilantes para que nos encuentre despiertos. En este sentido, las cosas de este mundo pueden hacernos olvidar lo único importante.
Cada uno de nosotros somos administradores de los bienes que Dios nos ha confiado. Unos bienes que, empezando por la propia vida, no nos pertenecen, son un don de Dios y debemos administrarlos según su querer. Y sólo a la luz de los bienes del cielo –los definitivos y eternos– podemos valorar y usar justamente los de la tierra.
Fiel Administradora
Eso fue lo que hizo la Virgen, la fiel administradora de los bienes de Dios. Toda su vida estuvo orientada a acumular tesoros para el cielo. Su corazón, su mente, sus deseos, su trabajo estaban en la eternidad. Ella pasó por esta vida trabajando para la Gloria de Dios y el bien de las almas y por eso ahora disfruta de la recompensa merecida.
Sus dolores y sufrimientos, que ya pasaron, son ahora transformados en gozo y alegría perenne y definitiva. Fijemos nuestra mirada en María y, cuando sintamos que se nos hace difícil de seguir el camino trazado por el Señor o los bienes de este mundo nos fascinen, pidámosle que nos alcance la verdadera sabiduría, la de saber que “todo pasa”. Solo Dios permanece para siempre.