5 de marzo de 1910 / ✝︎20 de febrero de 1920
La Hermana Lucía Do Santos nos habla de su prima de Jacinta:
Jacinta, reflejo de Dios
Lo que yo sentía junto a Jacinta era lo que de ordinario se siente al lado de una persona santa que en todo parece comunicar a Dios.
Jacinta tenía un porte siempre serio, modesto y amable que parecía reflejar la presencia de Dios en todos sus actos, propio de personas de edad avanzada y de gran virtud. No le vi nunca aquella excesiva ligereza o entusiasmo propio de las niñas por los adornos y los juegos. (Esto, después de las apariciones; ya que antes, era el número uno de capricho y entusiasmo).
No puedo decir que las otras niñas corriesen junto a ella, como lo hacían junto a mí. Y esto tal vez porque ella no sabía cantar tanto y tantas historias para enseñarles y entretenerles; o también, porque la seriedad de su porte era muy superior a su edad. Si en su presencia una niña o también personas mayores, decían alguna cosa o hacían alguna acción menos conveniente, las reprendía diciendo:
—No hagáis esto, que ofende a Dios Nuestro Señor, que ya está muy ofendido.
Si alguna persona o niña contestaba llamándola beata o santurrona o cosa semejante, lo que ocurría varias veces, ella las miraba con cierta seriedad, y sin decir palabra, se alejaba. Tal vez fuese éste uno de los motivos por los que no gozase de más simpatía. Al estar yo cerca de ella, en seguida se juntaban decenas de niñas; y al marcharme pronto se quedaba sola. Sin embargo, cuando yo estaba en su compañía, se abrazaban a ella con cariño inocente; gustaban de cantar y jugar con ella. A veces, me pedían que fuese a buscarla cuando no estaba, y si les decía que ella no quería venir porque ellas eran malas, prometían ser buenas si ella iba:
—Vete a buscarla, y dile que vamos a ser buenas, si viene.
En la enfermedad cuando a veces la iba a visitar, encontraba fuera en la puerta un buen grupo esperándome para entrar a verla. Parecía que un cierto respeto las retenía. Antes de marcharme, alguna vez le preguntaba:
—Jacinta: ¿quieres que diga a alguna que se quede contigo para hacerte compañía?
—Pues sí, pero de esas más chicas que yo.
Entonces todas porfiaban diciendo:
—¡Me quedo yo! ¡Me quedo yo!
Después se entretenía con ellas enseñándoles el Padrenuestro, el Avemaría, a santiguarse, a cantar. Y, sobre la cama o sentadas en el suelo; o, si estaba levantada, en medio de la casa, jugaban a las piedrecitas, sirviéndose para ello de pequeñas manzanas, de castañas, bellotas dulces, higos secos, etc. con que mi tía las obsequiaba para que hiciesen compañía a su hijita.
Rezaba con ellas el rosario, les aconsejaba que no cometiesen pecados para no ofender a Dios Nuestro Señor y no ir al infierno. Algunas pasaban allí mañanas y tardes casi enteras, parecían sentirse felices junto a ella. Pero después de haberse marchado, no se atrevían a volver con esa misma confianza que parece connatural entre niñas. Unas veces iban a buscarme para que entrase con ellas, otras esperaban junto a la casa en la calle a que mi tía o la misma Jacinta las llamase y las invitase a entrar. Parecía que ella y su compañía les gustaba, pero se sentían cohibidas por cierta timidez o cierto respeto que las mantenía a cierta distancia.
Jacinta, ejemplo de virtudes
Las personas mayores que también la visitaban, mostraban admiración por su conducta, siempre igual, paciente, sin la menor queja o exigencia. En la postura en que la madre la dejaba, así permanecía. Si le preguntaban si estaba mejor, respondía:
—Estoy igual, o: Parece que estoy peor. Muchas gracias.
Con un aspecto más bien triste se mantenía en silencio delante del visitante. Las personas se sentaban allí a veces largo rato, al parecer sintiéndose felices. Allí también tuvieron lugar minuciosos y fatigosos interrogatorios, y ella, sin mostrar nunca la más mínima impaciencia o aburrimiento, sólo me decía después:
—¡Me dolía tanto la cabeza, de oír a aquella gente!
Ahora que no puedo huir para esconderme, ofrezco más sacrificios de éstos a Nuestro Señor.
Las vecinas a veces iban a coser la ropa a su alcoba, y decían:
—Voy a trabajar un poco al pie de Jacinta. No sé qué es lo que ella tiene. Se está a gusto a su lado.
Llevaban a sus hijitos para que con ella se entretuvieran jugando, y las madres quedaban así más libres para coser. A las preguntas que le hacían, respondía con palabras amables, pero breves. Si contaban alguna cosa que no le pareciese buena, cortaba enseguida:
—No digan eso que ofenden a Dios Nuestro Señor.
Si contaban alguna cosa de familia que no fuese buena, les decía:
—No dejen cometer pecados a sus hijos, que pueden ir aparar al infierno.
Si eran personas mayores:
—Díganles que no hagan eso, que ofenden a Dios Nuestro Señor, y después pueden condenarse.
Las personas venidas de lejos que, por curiosidad o devoción, nos visitaban, parecían sentir algo de sobrenatural junto a ella. A veces al venir a mi casa para hablar conmigo, decían:
—Venimos de hablar con Jacinta y Francisco; junto a ellos siente uno un no sé qué sobrenatural.
A veces hasta querían que yo les explicase de dónde provenía ese sentimiento. Como no sabía me encogía de hombros y guardaba silencio. No pocas veces oí comentar esto.
Un día llegaron a mi casa dos sacerdotes y un caballero. En cuanto mi madre les abrió la puerta y les mandó sentarse, subí al desván a esconderme. Mi madre, después de haberlos recibido, los dejó solos para llamarme al patio donde acababa de dejarme. Al no encontrarme, pasó cierto tiempo en mi búsqueda. Mientras, los buenos señores iban comentando:
—Vamos a ver lo que nos dice ésta, —decía el caballero—. Amí me impresionó la inocencia y sinceridad de Jacinta y de su hermanito. Si ésta no los contradice, voy a creer.
—No sé lo que sentí junto a los dos pequeños. Parece que se siente allí algo sobrenatural —agregó uno de los sacerdotes—. A mí me hizo bien al alma hablar con ellos.
Mi madre no me encontró y los buenos señores tuvieron que resignarse a partir sin hablar conmigo. Mi madre les decía:
—A veces se va por allí a jugar con otras muchachas y no hay quien la encuentre.
—Lo sentimos mucho. Pues nos ha encantado muchohablar con los dos pequeñitos y queríamos hablar también con la suya. Volveremos en otraocasión.
Un domingo, mis amigas de Moita, María Rosa y Ana Caetano, y María y Ana Brogueira, después de la Misa fueron a pedir a mi madre, que me dejase pasar el día con ellas. Obtenido el permiso, me pedían que llevase conmigo a Jacinta y a Francisco. Obtenida la licencia de mi tía, fuimos a Moita.
Después de comer, Jacinta empezó a dar cabezadas con sueño. El señor José Alves mandó a una de sus sobrinas a que la acostase en su cama. Al poco tiempo se dormía profundamente. Comenzó a reunirse la gente del lugar a pasar la tarde con nosotros; y en el ansia de estar con ella, fueron a espiar para ver si ya estaba despierta. Quedaron admiradas al verla dormir un sueño tan profundo, con una sonrisa en los labios, con un aire angelical, las manos juntas, elevadas hacia el Cielo. El cuarto se llenó enseguida de curiosos. Todos querían verla. Y con dificultad salían unos para dejar entrar a otros. La mujer del señor José Alves y las sobrinas decían:
—Esto debe ser un ángel.
Y dominadas por un cierto respeto, permanecieron de rodillas junto a la cama, hasta que yo, cerca de las cuatro y media la fui a llamar para irnos a rezar el Rosario a Cova de Iría e irnos después a casa. Las sobrinas del señor José Alves son las arriba apellidadas Caetano.
Vivía apasionada por el ideal de convertir pecadores, a fin de arrebatarlos del suplicio del infierno, cuya pavorosa visión tanto le impresionó.
Alguna vez preguntaba:
«¿Por qué es que Nuestra Señora no muestra el infierno a los pecadores? Si lo viesen, ya no pecarían, para no ir allá. Has de decir a aquella Señora que muestre el infierno a toda aquella gente. Verás cómo se convierten. ¡Qué pena tengo de los peca- dores! ¡Si yo pudiera mostrarles el infierno!»
Antes de morir, Nuestra Señora se dignó aparecérsele varias veces.
He aquí las palabras de Jacinta en sus últimos días recogidas por la hermana Maria Purificación Godinho:
Sobre el pecado:
- Los pecados que llevan más almas al infierno son los pecados de impureza.
- Han de venir unas modas que han de ofender mucho a Nuestro Señor.
- Las personas que sirven a Dios no deben andar con la moda. La Iglesia no tiene modas. Nuestro Señor es siempre el mismo.
- Se cometen muchos pecados y muy graves en el mundo.
- Si los hombres supiesen lo que es la eternidad harían todo para cambiar de vida.
- Los hombres se pierden porque no piensan en la muerte de Nuestro Señor ni hacen penitencia.
- Muchos matrimonios no son buenos, no agradan a Nuestro Señor ni son de Dios.
Sobre la guerra
- La Santísima Virgen dijo que en el mundo habrá muchas guerras y discordias. Las guerras no son sino castigos por los pecados del mundo.
- Nuestra Señora ya no puede detener el brazo castigador de su Hijo sobre el mundo.
- Es preciso hacer penitencia. Si la gente se arrepiente Nuestro Señor todavía seguirá perdonando; más si no se enmienda, vendrá el castigo.
Sobre los sacerdotes
- Pida mucho por los sacerdotes; pida mucho por los religiosos. Los Padres sólo deben ocuparse de las cosas de la Iglesia y de las almas. Los Padres deben ser puros, muy puros.
- La desobediencia de los sacerdotes y de los religiosos a sus Superiores y al Santo Padre, desagrada mucho a Nuestro Señor.
Sobre las virtudes cristianas
- No ande rodeada de lujo, huya de las riquezas. Sea amiga de la santa pobreza y del silencio.
- No hable mal de nadie y huya de quien hable mal.
- Tenga mucha paciencia, porque la paciencia nos lleva al cielo.
- La confesión es el sacramento de la misericordia, hay que acercarse a ella con confianza y alegría. Sin confesión no hay salvación.
- La mortificación y los sacrificios agradan mucho a nuestro Señor.
- La Madre de Dios quiere más a las almas vírgenes que se ligan a Ella por el voto de castidad.
- Los médicos no tienen luces para curar a los enfermos, por- que no aman a Dios.
Sobre los poderes públicos
- Pida mucho por los Gobiernos.
- ¡Ay, de los que persiguen la religión de Nuestro Señor!
- Si el Gobierno deja en paz a la Iglesia y da libertad a la religión será bendecido por Dios.
- Durante la enfermedad (pleuritis purulenta), confió a su prima:
—«Sufro mucho; pero ofrezco todo por la conversión de los pecadores y para desagraviar al Corazón Inmaculado de María.»
Al despedirse de Lucía le hace estas recomendaciones:
«Ya falta poco para irme al cielo. Tú quedas aquí para decir que Dios quiere establecer en el mundo la devoción al Inmaculado Corazón de María. Cuando vayas a decirlo, no te escondas. Di a toda la gente que Dios nos concede las gracias por medio del Inmaculado Corazón de María. Que las pidan a Ella, que el Corazón de Jesús quiere que a su lado se venere el Inmaculado Corazón de María, que pidan la paz al Inmaculado Corazón de María, que Dios la confío a Ella. Si yo pudiese meter en el corazón de toda la gente la luz que tengo aquí dentro del pecho, que me está abrasando y me hace gustar tanto del Corazón de Jesús y del Corazón de María».
Santa Jacinta Marto falleció, víctima de una pleuritis purulenta, el 20 de febrero de 1920 en un hospital de Lisboa, Portugal. Su fiesta se celebra ese mismo día, junto con la de su hermano Francisco.