A los fariseos que le preguntan con fina astucia si era o no lícito pagar el tributo al César, respondió Jesús: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios». Con esta sencilla respuesta el Señor nos ha dejado trazada la línea clara y precisa de la virtud de la justicia: dar a cada uno lo que le pertenece.
A Dios, el culto que le es debido como a Creador, Señor y Padre nuestro, y, por lo tanto, adoración, honor, gloria, agradecimiento, obediencia a sus mandatos, humilde y devoto servicio. Al prójimo, el respeto de sus derechos, teniendo en cuenta los diversos deberes para con él.
El que busca crecer cada día más en perfección y santidad, no puede contentarse con permanecer dentro de los límites estrictos de la justicia: como sería por ejemplo: me limito a asistir a la Santa Misa el domingo y algo más y ya con eso cumplí. Eso no es suficiente.
¿Qué es dar a Dios lo que es de Dios?
La verdadera justicia no puede subsistir sin la caridad, que es la base de todas las virtudes. La caridad entendida como el amor a Dios por Él mismo y al prójimo por Dios. No basta con no pecar, hay que amar a Dios y practicar las virtudes.
Sin embargo, muchas veces, nuestras relaciones para con Dios adolecen de ese amor verdadero que conlleva la entrega absoluta a Él sin condicionamientos de ningún tipo.
Aceptamos a Dios en nuestra vida cuando nos visita con la prosperidad, el consuelo, el éxito, el gozo. Pero cuando Dios nos ofrece su cruz, rehuimos. Y debes saber que, aceptar a Dios es aceptar en tu vida una presencia que nunca te dejará tranquilo. Las exigencias del amor de Dios me traen inmensas molestias. Porque aceptar a Dios es aceptar el no pertenecerme, el no existir para mí, el pisotear mi egoísmo, el pasar a depender de la voluntad de otro.
La Señora del Sí
Contemplemos la figura de María. Humilde Sierva del Señor, se entregó totalmente a Dios, sin condiciones.
María, en y a través de todas las circunstancias de su vida, a veces duras y discriminantes, supo descubrir la voluntad concreta de Dios. María obedecía a hombres y a leyes humanas, pero sabía que, en y a través de esos hombres y circunstancias, era al Padre a quien obedecía.
En la vida de la Virgen Santísima hubo obediencias duras y obscuras, pero María obedecía siempre porque no se apoyaba en lo que le mandaban, sino en el que estaba detrás de eso que le mandaban: Dios. El Dios Roca, el Dios fiel, el Dios digno de todo crédito.
Así en nuestra vida. Debemos aprender a descubrir detrás de cada acontecimiento, por difícil que se nos presente, la voluntad de Dios que me lo manda para mi bien. Y apresurarnos a responder con mirada sobrenatural, con generosidad y alegría, porque no es a hombres ni a circunstancias humanas, sino a Dios a quien nos rendimos.