El Evangelio de hoy (Lc 11,1-13) nos recuerda algo esencial en la vida del cristiano: el trato de intimidad con nuestro Padre. Puesto que somos hijos de Dios, la tendencia y el impulso es a tratar familiarmente con el Padre. La oración, por tanto, no es un lujo, sino una necesidad; no es algo para privilegiados, sino ofrecido por gracia a todos; no es una carga, sino un gozo. Los discípulos se ven atraídos precisamente por esa familiaridad que Jesús tiene con el Padre. Viendo a Jesús en oración, le dicen: «Enséñanos a orar».
Esta intimidad desemboca en confianza. Jesús quiere despertar sobre todo esta confianza, por eso les relata la parábola del amigo inoportuno y termina diciéndoles: «Si vosotros que sois malos sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a quien se lo pida!»
Confianza
Si el amigo egoísta cede ante la petición del inoportuno, ¡cuánto más el Padre que nos ama y que no ha perdonado ni a su propio Hijo por nuestro rescate! Pero esta confianza sólo crece sobre la base del conocimiento de Dios. Para amar a alguien es preciso conocerlo. A mayor conocimiento, mayor amor. Lo mismo que un niño confía en sus padres en la medida en que conoce y experimenta su amor, así también el cristiano delante de Dios. Y el gran secreto para orar bien a Dios es amarlo mucho.
La certeza de alcanzar cuanto pedimos está apoyada en la bondad de Dios, no en la nuestra. Dios no nos da lo que pedimos porque lo merezcamos o porque seamos buenos. Él nos atiende porque es infinitamente bueno y su corazón no puede resistirse ante la súplica del que confía en Él. Por tanto, en el fondo, el Evangelio nos está invitando a mirar a Dios, a tratarle de cerca para conocerle, a dejarnos sorprender por su grandeza, por su infinita generosidad, por su poder irresistible, por su sabiduría que nunca se equivoca. Sólo así crecerá nuestra confianza y podremos pedir con verdadera audacia, con la certeza de ser escuchados y de recibir lo que pedimos.
Maestra de oración
En María tenemos el modelo más prefecto y la Maestra más práctica de la oración. De Ella Jesús aprendió sus primeras oraciones. Si los apóstoles quedaron conmovidos al ver a Jesús orar hasta el punto de desear imitarlo, podemos pensar que también el Niño Jesús se conmovería al ver a su Madre comunicarse con Dios, porque eso es la oración: una elevación de nuestra mirada y de nuestro corazón a Dios.
De esa oración profunda María sacó su confianza inquebrantable en todas las dificultades y necesidades por las que tuvo que atravesar. Ella nunca dudó de que Dios la abandonaría ni le fallaría precisamente porque llegó a conocer y a amar a Dios como ninguna criatura ha podido hacerlo. Por eso, también nosotros podemos decirle, tomando la frase de los apóstoles: Madre, enséñanos a orar.