Este Domingo de Ramos, con el que damos inicio a la Semana Santa, presenta la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén. Pero ese triunfo del Señor va unido íntimamente a su dolorosa Pasión.
Es sintomático que el día que la Iglesia recuerda la única vez que Jesús permite ser aclamado como Rey y entrar triunfante en la ciudad, se lea en el Evangelio el relato de la Pasión. Con esto el Señor nos da a conocer que el verdadero triunfo es la derrota del pecado que, en esta vida, pasa por el dolor. Y, ¡cuántas veces nosotros queremos llegar a la resurrección sin pasar por la cruz! ¡Cuántas veces rehuimos sufrir, cómo rechazamos el dolor! El mismo evangelista no disimula los contrastes de un acontecimiento que resulta desconcertante: la cruz es escándalo.
La fuerza de Dios
Sin embargo, para los que saben ver los acontecimientos con ojos de fe, la cruz es esa figura solitaria, pero fascinante. Bajo su soledad late el resplandor, la fuerza de Dios… En la cruz se esconde toda la densidad de la vida de Dios… La cruz es la manera de obrar de Dios. Ella es también la que permite al amor llegar a su máxima expresión como lo vemos en la vida de nuestro Señor.
Jesús, desde la cátedra de su cruz, me capacita para vivir el amor perfecto. En la cruz, el corazón del hombre adquiere el temple del corazón de Dios: ya puede amar infinito. Amar hasta el extremo, hasta el techo, hasta el acabamiento, hasta no poder más, como nos amó nuestro Señor. La pregunta es: ¿Amamos nosotros así?
Profundizando en este misterio llegamos al convencimiento del amor sin medida que nos ha tenido el Padre, entregando a su Hijo en rescate por nuestros pecados. Si somos sensibles a ese amor, no podemos menos de desear también nosotros tomar parte en esa expiación por los propios pecados y por los del mundo entero, aceptando como Jesús el plan del Padre por doloroso que sea, uniendo nuestros sufrimientos a los suyos y ofreciéndolos también por los pecados de tantas almas que no conocen a Dios y están en peligro de eterna condenación.
La verdadera conversión del corazón
En la primera aparición de Nuestra Señora de Fátima a los pastorcitos, la Virgen les dijo estas palabras: “¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él quisiera enviaros, en reparación por los pecados con que es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores?”.
También para nosotros es esta invitación. La conversión personal no debe basarse sólo en “no pecar”, sino sobre todo en “amar a Dios”, que incluye esforzarse siempre por hacer lo que Él nos pide y por aceptar lo que nos manda, para nuestro bien y el de las almas que dependen de nosotros.
Que esta nueva Semana Santa que comenzamos nos lleve, con la ayuda de la Madre Dolorosa, no sólo a profundizar más en este misterio de amor y de dolor, sino a decidirnos a subir también nosotros al Calvario con Cristo, para clavar allí nuestros pecados y demostrarle nuestro amor.