Alfonso de Ratisbonne, joven abogado y banquero judío de Estrasburgo, rico e inteligente, había sido educado lejos de la religión. “Ni siquiera creía en Dios”, escribe él mismo. Profesaba gran odio hacia la religión católica porque uno de sus hermanos -Teodoro- se había convertido y se había ordenado sacerdote.
En una visita a Roma, durante una cena en casa del Barón De Bussiéres -convertido al catolicismo- el Barón le propuso que llevara consigo la Medalla Milagrosa. A Alfonso le pareció pueril, pero finalmente aceptó. Al colgarse la medalla exclamó riéndose: “Bueno, ya soy católico, apostólico y romano”. “Era el demonio que profetizaba con mi boca”, comentaría después.
Esas palabras regresaban sin cesar
Entonces De Bussiéres se animó a pedirle que rezara diariamente el «Acordaos». Alfonso sintió bullir dentro de sí su resentimiento contra los que él llamaba hipócritas y apóstatas. Pero una fuerza interior movió a De Bussières a insistir. Mostrándole la oración, le rogó que hiciera una copia de su puño y letra, para que cada uno conservara como recuerdo el ejemplar escrito por el otro. Para librarse de la importuna insistencia, Ratisbonne accedió, diciendo con ironía: “Está bien, voy a escribirla. Usted se quedará con mi copia, y yo con la suya”.
Cuando se retiró, De Bussiéres y su esposa quedaron preocupados por las blasfemias proferidas por Alfonso a lo largo de la conversación. Esa misma noche De Bussières buscó a su íntimo amigo, el Conde Augusto de La Ferronays –católico fervoroso y embajador de Francia en Roma–, para pedir oraciones por la conversión de Ratisbonne. “Tenga confianza, que si él reza el ‘Acordaos’, la partida está ganada”– respondió La Ferronays, que rezó con empeño por la conversión de Alfonso, y existen indicios de que hasta haya ofrecido su vida por esta intención.
Mientras tanto, Alfonso, al llegar a su hotel, leyó maquinalmente la oración. Al día siguiente, descubrió sorprendido que la plegaria había tomado cuenta de su espíritu. Más tarde escribiría: “No podía defenderme. Esas palabras regresaban sin cesar, y yo las repetía continuamente”.
Esa misma noche falleció inesperadamente el Conde de La Ferronays. De Bussières convino encontrarse con Alfonso al día siguiente, 20 de enero de 1842, frente a la iglesia de Sant’Andrea delle Fratte. Cuando llegó, le comunicó el deceso del Conde y le pidió que aguardara unos momentos dentro de la iglesia, mientras él iba a la sacristía para ocuparse de algunos detalles relativos a las exequias.
¡Qué bueno es Dios!
El catafalco ya estaba preparado en el centro de la iglesia. Allí se consumaría un milagro. El mismo señor de Bussieres narra lo sucedido:
«Cuando vuelvo a la iglesia, no veo enseguida a Ratisbonne. Lo encuentro después, arrodillado ante la capilla de S. Miguel Arcángel. Me acerco a él, y lo toco tres o cuatro veces antes de que se dé cuenta de mi presencia. Finalmente se dirige a mí con la cara llena de lágrimas, baja las manos y me dice, con una expresión que no puedo describir: “¡Cuánto ha rogado por mí ese señor!”
Yo mismo me quedé estupefacto. Sentía que me encontraba ante un milagro. Ayudo a Ratisbonne a levantarse, lo acompaño, casi lo arrastro, por decirlo así, fuera de la Iglesia, le pido que cuente lo que le ha ocurrido y me diga adónde quiere ir. “Lléveme a dónde quiera –exclamó- después de lo que he visto, haré lo que usted quiera”.
Insisto en que me explique; no lo consigue… su conmoción es demasiado grande. Extrae del pecho la Medalla milagrosa, la cubre de besos y la moja con sus lágrimas. Lo acompaño a casa y, pese a mi insistencia, no logro obtener nada de él, salvo exclamaciones entremezcladas con sollozos. “¡Qué contento estoy! ¡Que bueno es Dios! ¡Qué plenitud de gracia y de bondad! ¡Qué dignos de compasión son aquellos que no lo saben!”
¡Yo la he visto!
Lo acompañé enseguida a la iglesia del Gesù, a ver al P. de Villefort. Entonces Ratisbonne saca la medallita, la besa, nos la enseña y exclama: “¡Yo la he visto, yo la he visto!”, y su conmoción se hace aun mayor. Pero poco después, más tranquilo, alcanza a explicarse. He aquí sus palabras exactas:
“Hacía poco que estaba en la Iglesia cuando, de improviso, experimenté una sensación indecible. Levanté los ojos: el edificio entero desapareció de mi vista. Era una sola capilla, por decirlo así.
Se apareció la Santísima Virgen, de pie sobre el altar, grande, resplandeciente, llena de majestad y ternura, como está representada en mi medalla. Una fuerza irresistible me empujaba hacia Ella. La Santísima Virgen me hizo una señal con la mano para que me arrodillase. Me pareció que decía: ¡está bien! Ella no me habló en absoluto, pero yo lo entendí todo”.
Durante la breve narración Ratisbonne se interrumpió varias veces, como para frenar la conmoción que se apoderaba de él. Lo escuchamos con gozo y agradecimiento, y al mismo tiempo admirábamos la amplitud y la profundidad de los caminos de Dios y de los tesoros inefables de su misericordia. En particular nos impresionó una expresión suya, por su misteriosa profundidad: “Ella no me habló en absoluto; pero yo lo entendí todo”».
Poco tiempo después fue bautizado en la Iglesia Católica. Ingresó en la Compañía de Jesús y, ordenado sacerdote, ayudó en París a su hermano Teodoro en la conversión de judíos. En 1848 viajó a Tierra Santa donde fundó la Congregación de Nuestra Señora de Sión para la conversión de los judíos.