Solemnidad de Pentecostés: plena efusión del amor de Dios sobre nosotros, por la intercesión constante y materna de María Santísima. Gran fiesta donde se cumple plenamente la promesa de Jesús, fruto de su oración al Padre: «Y yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté siempre con vosotros» (Jn. 14, 16).
En el Nuevo Testamento es donde aparece la plena revelación del Espíritu Santo como tercera persona de la Santísima Trinidad. Es el Espíritu de Dios el que santifica al Bautista antes de nacer, llena a María del dinamismo del Altísimo, se transmite a Isabel y a Zacarías, descansa sobre Simeón. Jesús tiene sobre sí el Espíritu de Dios, es «movido» y arrastrado por El. Comienza su ministerio «lleno del Espíritu Santo», que posee como Hijo. Se lo enviará a sus apóstoles después de su Ascensión y les comunicará el dinamismo y ardor necesarios para llevar su testimonio hasta los confines de la tierra.
Jesús mismo había ido preparando a los once para esta misión al aparecérseles en varias ocasiones después de la resurrección. Antes de la ascensión al Cielo, «les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre» (Cf. Hechos 1, 4-5); es decir, les pidió que se quedaran juntos para prepararse a recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo, en espera de este acontecimiento prometido (Cf. Hechos 1, 14).
El Paráclito
El Espíritu Santo es el Paráclito, del griego para-caleo, que significa: llamar, ponerse junto a otro para animarlo, consolarlo, reconfortarlo, defenderlo. El paráclito es el que cuando soy acusado ante el tribunal, acude presto a mi defensa como abogado, defensor e intercesor, asistente.
El Espíritu Santo es el portador de la paraclesis. La paraclesis es una exhortación a seguir el Evangelio, que contiene dentro de sí toda esta gama y matices: es advertencia, es mandato, es invitación, es aliento, es consolación, es ruego insistente, llamada apremiante, inyección de vida; la paraclesis es una ayuda, es asistir a lo que tiene necesidad de protección, es un sostener, es un defender. El portador de paraclesis estimula y acrece las fuerzas, da ayuda divina que estimula la vida cristiana.
Esposa del Espíritu Santo
Pero para que el Divino Espíritu obre con eficacia en nosotros necesitamos de la presencia de María. San Luis María Grignion de Montfort escribió: «Quien desea tener en sí la operación del Espíritu Santo, debe tener a su Esposa fiel e inseparable, la divina María, que le da fertilidad y fecundidad».
Ella es la que mayor intimidad logró con la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, hasta tal punto que San Maximiliano María Kolbe afirmaba que María es la «cuasi encarnación» del Espíritu Santo.
De Ella se puede decir que en la primitiva comunidad, en la Iglesia, en el mundo, es como el aliento, como la brisa, el ungüento, el perfume, el rocío, la sombra viva de Dios.
María simplemente irradia como Jesús, e irradia a Jesús. Baña de luminosidad, al modo del Espíritu, toda la tierra. Apenas se la nota, como al Espíritu, pero a su lado florece la vida, lo pequeño comienza a vivir, lo desamparado encuentra refugio. Hoy como ayer, decía San Bernardo, «La presencia de María ilumina el universo».
María es la pneumatófora (portadora del Espíritu) por excelencia. «Yo soy –nos dice en Lourdes– el producto del Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre: purísimo, tiernísimo, brillantísimo, plenísimo como el Espíritu Santo lo es». «Yo soy como el Amor encarnado, la misericordia encarnada».
Dios está ansioso e ilusionado de realizar en el mundo un nuevo Pentecostés. Como los apóstoles, permanezcamos unidos en torno a María, la Esposa del Espíritu Santo, para que se produzca ese triunfo tan anhelado de su Inmaculado Corazón, en cada alma y en toda la Iglesia.