Nuestra Señora de Guadalupe, se aparece a un indiecito en el cerro del Tepeyac, en México para manifestar con maternal ternura un mensaje lleno de amor y esperanza para todos sus hijos. Descubramos en este resumen del relato de las apariciones de Guadalupe -extraído del original Nican Mopohua- lo que hoy también la Virgen María nos habla, nos pide y nos promete.
A la sazón, en el año de mil quinientos treinta y uno, a pocos días del mes de diciembre, sucedió que había un pobre indio, de nombre Juan Diego según se dice, natural de Cuautitlán. Era sábado, muy de madrugada, y venía en pos del culto divino y de sus mandatos. Al llegar junto al cerrillo llamado Tepeyácac amanecía y oyó cantar arriba del cerrillo: semejaba canto de varios pájaros preciosos. Su canto muy suave y deleitoso y lindo… Así que cesó repentinamente y se hizo el silencio, oyó que le llamaban de arriba del cerrillo y le decían: “Juanito, Juan Dieguito”.
Luego se atrevió a ir donde le llamaban. Cuando llegó a la cumbre, vio a una señora, que estaba allí de pie y que le dijo que se acercara. Su vestidura era radiante como el sol. Se inclinó delante de ella y se oyó su palabra muy blanda y cortés, cual de quien atrae y estima mucho. Ella le dijo: “Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?”. Él respondió: “Señora y Niña mía, tengo que llegar a tu casa de México Tlailolco, a seguir las cosas divinas, que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes, delegados de nuestro Señor”.
Entonces nuestra Señora le manifestó: “Sabe y ten entendido, tú, el más pequeño de mis hijos, que soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive; del Creador cabe quien está todo; Señor del cielo y de la tierra. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre; a ti, a todos vosotros juntos moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen; oír allí sus lamentos, y remediar todas sus miserias, penas y dolores.
Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del obispo de México y le dirás cómo yo te envío a manifestarle lo que mucho deseo, que aquí en el llano me edifique un templo: le contarás puntualmente cuanto has visto y admirado y lo que has oído.
Ten por seguro que te lo agradeceré bien y te lo pagaré, porque te haré feliz y merecerás mucho que yo te recompense el trabajo y fatiga con que vas a procurar lo que te encomiendo. Mira que ya has oído mi mandato, hijo mío el más pequeño; anda y pon todo tu esfuerzo” .
Juan Diego y sus intentos de transmitir el Mensaje de la Señora
Juan Diego, después de dar el mensaje al Sr. Obispo, regresó al cerrito y encontró a la Señora del Cielo, que le estaba aguardando, para contarle lo ocurrido. Ella respondió: “Oye, hijo mío el más pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros, a quienes puedo encargar que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad; pero es de todo punto preciso que tú mismo solicites y ayudes y que con tu mediación se cumpla mi voluntad.
Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber por entero mi voluntad, que tiene que poner por obra el templo que le pido. Y otra vez dile que yo en persona, la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envía”.
Por segunda vez Juan Diego fue a visitar al Obispo y le dio el encargo de la Virgen y fue a darle la respuesta a Nuestra Señora. Ella dijo: “Bien está, hijo mío, volverás aquí mañana para que lleves al obispo la señal que te ha pedido; con eso te creerá y acerca de esto ya no dudará ni de ti sospechará y sábete, hijo mío, que yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que por mí has impedido; ea, vete ahora; que mañana aquí te aguardo”.
El martes, muy de madrugada, se vino Juan Diego de su casa de Tlatelolco a llamar al sacerdote para su tío enfermo. Dio una vuelta al cerro y pasó al otro lado para llegar pronto a México y que no le detuviera la Señora del Cielo. Pensó que por donde dio la vuelta, no podía verle la que está mirando bien a todas partes. Ell salió a su encuentro a un lado del cerro y le dijo: “¿Qué hay, hijo mío el más pequeño? ¿a dónde vas?”
Después de oír la respuesta de Juan Diego, respondió la piadosísima Virgen: “Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige, no se turbe tu corazón, no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella: está seguro de que ya sanó”. Juan Diego quedó muy consolado y le rogó que cuanto antes le despachara a ver al señor obispo, a llevarle alguna señal y prueba; a fin de que le creyera.
Embajador digno de confianza
La Señora del Cielo dijo a Juan Diego: “Sube, hijo mío el más pequeño, a la cumbre del cerrillo, allí donde me viste y te di órdenes, hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; en seguida baja y tráelas a mi presencia”.
Cuando llegó a la cumbre se asombró mucho de que hubieran brotado tantas variadas, exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo en que se dan. Trajo a la Señora del Cielo las diferentes rosas que fue a cortar. “Hijo mío el más pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad y que él tiene que cumplirla. Tu eres mi embajador, muy digno de confianza .
Rigurosamente te ordeno que sólo delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas. Contarás bien todo”.
La tilma y el milagro de las rosas
Al llegar al palacio del obispo, salieron a su encuentro el mayordomo y otros criados del prelado. Les rogó que dijeran que deseaba verle, pero ninguno de ellos quiso. Largo rato estuvo esperando hasta que fue atendido. Le refirió la conversación que acababa de tener con la Señora del Cielo y el encargo de entregarle las rosas. «Hélas aquí: recíbelas”.
Desenvolvió su blanca manta, pues tenía en su regazo las flores; y así que se esparcieron por el suelo todas las diferentes rosas de Castilla, se dibujó en ella y apareció de repente la preciosa imagen de la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyac, que se nombra Guadalupe.
Luego que la vio el obispo, él y todos los que allí estaban se arrodillaron. El señor obispo, con lágrimas de tristeza oró y pidió perdón de no haber puesto en obra su voluntad y su mandato. Cuando se puso en pie, desató del cuello de Juan Diego, del que estaba atada, la manta en que se dibujó y apareció la Señora del Cielo. Luego la llevó y fue a ponerla en su oratorio.
Propagación del Cristianismo
Esta tilma donde quedó milagrosamente impresa la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe y que se conserva actualmente en la Basílica de Guadalupe en México, produjo unos efectos sorprendentes. En menos de 10 años conquistó nueve millones de bautizados en el catolicismo.
El influjo de Nuestra Señora de Guadalupe se extendió con rapidez desde México a todo Hispanoamérica y por ello, con el paso de los siglos, hacia 1946 fue nombrada Emperatriz de las Américas por S.S. Pio XII y hoy también es reconocida como Protectora de los niños no nacidos. La tilma milagrosa es el lienzo más importante de la cristiandad después de la Sábana Santa y contiene una variedad de elementos sobrenaturales que merecen estudio aparte.
La Santísima Virgen, con su aparición en el cerro del Tepeyac cambió la fisonomía de todo América. Hoy también puede cambiar la fisonomía del mundo actual si nos confiamos a Ella. Continuemos rezando el Santo Rosario para alcanzar la paz del mundo y la conversión de los corazones.