El 18 de julio de 1830 la Virgen se apareció a Santa Catalina Labouré y le manifestó el deseo de que sus hijos se encomendaran a Ella bajo la advocación de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa. Desde entonces, son innumerables las almas que han recobrado la salud del alma y del cuerpo gracias a su intercesión.
Las sombras de la ceguera
Cuando Onofrio Gallati entró el 14 de diciembre de 1946 en el Hospital de Santa María de la Scala, en Siena, las sombras de la ceguera se estrechaban cada vez más en torno suyo. Era la última tentativa, a la desesperada, contra el mal, que seguía su curso sin que nada pudiera detenerlo.
Sentenciado por excelentes especialistas de Roma, Turín, Milán y Vercelli, no podía ya dudar de su suerte: un poco más y quedaría completamente ciego. Él no esperaba ya curar, pero había venido a Siena cediendo ante la insistencia de su amigo, el Doctor Aurelio Rizzuti, que conocía bien la pericia del director de oftalmología del Hospital.
Soy ateo
El ambiente de Santa María de la Scala, un poco sombrío, oprimía el espíritu de nuestro enfermo, aumentando su desesperación: niebla en los ojos, niebla en el alma… La Hermana de la Clínica lo experimenta bien cada vez que se acerca al lecho del enfermo:
—Déjeme, Hermana, déjeme en paz… Sus argumentos no sirven para mí. Ya sabe que soy ateo. No pierda el tiempo. ¡Déjeme!
La Hermana no se desanima poco ni mucho, y contesta con su continua abnegación. Una tarde sin saber por qué le dice:
—Estoy segura de que un día dejará el hospital con la fe en el corazón y la luz en los ojos.
Días más tarde comenzó a reflexionar que las curas del médico y la bondad de la Hermana no merecían tanta hostilidad de su parte. ¿Por qué la Hermana, después de tantos desprecios, volvía siempre a él serena y dulce? ¿Por qué la encontraba siempre dis- puesta a llevarle la mano cuando quería escribir a su madre que no sabía aún nada de su desgracia?
La luz de la Fe
Y la Hermana sigue instándole a poner su alma en paz con Dios, mientras encomienda la difícil conversión a la Virgen de la Medalla Milagrosa.
Al fin la fiesta de Navidad hace sentir a nuestro enfermo la necesidad de acercarse al Dios de Belén. El 23 de diciembre capitula frente a la gracia y se acerca a la Sagrada Mesa. Y Dios le recompensa dándole tanta serenidad que le parece bello el sufrimiento y ama la ceguera. El 31 de diciembre, cuando el año moría, la luz se extingue también por completo en los ojos del enfermo, que ahora comprende y goza la única alegría: poseer un corazón en paz con Dios.
Una mañana solicita partir. Nada tiene que hacer allí ya. El director piensa lo mismo y concede el permiso. Pero la Hermana que le había cuidado le suplica no se marche sin unirse con ellos durante nueve días para pedir su curación. Harían la novena a la Santísima Virgen poniendo por intercesora a Sor Catalina Labouré, la «privilegiada de la Virgen», la Hija de la Caridad que propagó la Medalla Milagrosa.
¡El milagro!
Un milagro era lo que pedían ahora: Y la novena comenzó. «No quiero pedir mi curación —son palabras textuales del enfermo— porque sé que he merecido la ceguera y porque temo que al recobrar la vista pierda la fe, ahora que sé lo que vale. Una sola gracia pediré estos días: sufrir siempre más para que no sea tan fuerte el dolor de mi madre cuando se entere».
La novena terminó el 14 de febrero. Aquel mismo día escribían a un amigo del enfermo, a Milán, para que le acompañase a su casa. Pero otro Amigo, el Gran Amigo, se presentó en el Hospital de Santa María de la Scala, visitando con su amistad única y gloriosa al pobre ciego. Era domingo. En la Misa acababan de leer el Evangelio del ciego de Jericó; y al terminar la Misa, he aquí que el prodigio se repite. Al dirigirse el enfermo a la escalera de la clínica ve de pronto a la Hermana. Su emoción es tan grande que tiene que apoyarse en la pared para no caer.
— ¡Veo, Hermana, veo! — repite sin cesar—.
Después corre él solo a la iglesia a arrodillarse ante el altar y decir entre sollozos toda su gratitud a la vidente de la Virgen y, sobre todo, a la Virgen Milagrosa. Los médicos reconocieron lealmente el hecho, tanto más extraordinario cuanto que la ceguera había sido progresiva.
Un gran ramo de flores había llegado al Hospital. Era el homenaje de la ciencia, incrédula, pero que se rendía ante los hechos. Uno de los médicos que le habían tratado firmaba la notita que acompañaba a las flores: «Aunque yo no creo, le envío estas flores para su Virgen. Déselas usted. No puedo negar que es algo extraordinario».