La Ascensión del Señor es un momento más del único misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesucristo, y expresa sobre todo la dimensión de exaltación y glorificación de la naturaleza humana de Jesús como contrapunto a la humillación padecida en la pasión, muerte y sepultura. Es la entrada oficial en la gloria después de las humillaciones del Calvario.
Para confirmar a los discípulos en la fe, era necesario que esto sucediese de manera visible como se verificó cuarenta días después de Pascua. Los que habían visto morir a Dios en la cruz, entre insultos y burlas, debían ser testigos de su exaltación suprema a los cielos.
Jesús resucitado no debía ya permanecer en este mundo. Como Dios, nunca dejó el Cielo, su morada, pero como hombre, tenía derecho a la posesión del trono que había ganado con su Pasión, con su muerte y con su triunfo sobre el pecado. El pecado había cerrado las puertas del Cielo. Cristo las debía abrir de nuevo. Solo a Él le correspondía este honor. Para eso había bajado del Cielo. La obra ya estaba terminada. La Redención se había consumado. Los hombres ya podían volver a mirar al Cielo como a su verdadera patria. El mundo no es más que un destierro completo. El Cielo es nuestro fin, nuestra meta, nuestro descanso.
Sin embargo, ascensión no significa ausencia de Cristo. San Marcos subraya que: «El Señor actuaba con ellos». Ciertamente Cristo ha dejado su presencia visible, sensible. Pero sigue presente. Y lo manifiesta «cooperando» con la acción de los discípulos.
Esta nueva presencia es la que Jesús asegura a la Iglesia. Es el fin de una etapa y la inauguración de un tiempo nuevo. De esta manera, al mismo tiempo que promete su presencia entre nosotros hasta el fin de los tiempos nos convierte en testigos.
Es el tiempo de la actividad misionera de la Iglesia. El Evangelio está en nuestras manos. Nos incumbe continuar su obra. “Id por todo el mundo” (Mt. 28, 19): imperativo urgente. Nada de inmovilismo, nada de comodidad. No basta esperar pacientemente. Es necesario ponerse en movimiento para llevar el anuncio del Evangelio a todas las partes, con la confianza absoluta de saber que Él estará con nosotros.
Esta misión que el Señor confía a sus discípulos de llevar la Buena Nueva a todo el mundo contaba con una Madre: María.
Aunque en este pasaje no se menciona la presencia de María, ¿pudo no estar ella presente, si inmediatamente después leemos que se hallaba en el cenáculo con los Apóstoles en espera de Pentecostés?
No se trata de una reunión de familia, sino del hecho de que, bajo la guía de María, la familia natural de Jesús pasó a formar parte de la familia espiritual de Cristo. En esa misma circunstancia, San Lucas define explícitamente a María «la madre de Jesús» (Hch 1, 14), como queriendo sugerir que algo de la presencia de su Hijo elevado al cielo permanece en la presencia de la madre. Ella recuerda a los discípulos el rostro de Jesús y es, con su presencia en medio de la comunidad, el signo de la fidelidad de la Iglesia a Cristo Señor.